Vivió 57 años en Roma, entregando su vida a las personas más necesitadas, acompañando a quienes viven en las periferias de la sociedad. En ese caminar, nació una amistad sincera con Jorge Mario Bergoglio. Se reunían, compartían ideas, buscaban una Iglesia cercana, humana y compasiva. No era parte del protocolo, pero su presencia lo dijo todo.
No estaba en la lista. No fue invitada. Pero se hizo presente. Porque el corazón no entiende de reglas ni formalidades.
Ella, que vive con sencillez y recorre las calles llevando esperanza, fue el reflejo más puro de lo que significó Francisco: una Iglesia de puertas abiertas, de abrazos sinceros, de amor real.
Sor Geneviève no sólo lloró al Papa. Lloró a un amigo, un hermano del alma, un compañero en la misión de servir con humildad.